No es casualidad que el debate televisado entre candidatos presidenciales naciera en Estados Unidos. El país que inventó el espectáculo de masas no podía pasar por alto que, de igual manera que dos boxeadores, o dos equipos de futbol americano, sientan a decenas de millones de espectadores ante la pantalla, también podría atraer a dos políticos que se disputan la Casa Blanca.

El sistema electoral estadounidense —bipartidista por excelencia— hace posible que el debate presidencial sea cosa de dos y no de tres o cuatro candidatos, como en México o la mayoría de democracias. Rara vez se ha colado un candidato independiente en las elecciones estadounidenses de la era moderna.

La excepción que confirma la regla fue Ross Perot, quien hizo historia en 1992 al lograr que le incluyeran en el debate televisado entre el presidente saliente, el republicano George H. Bush, y el demócrata Bill Clinton.

La participación insólita de Perot en el debate Bush-Clinton, un multimillonario texano predecesor del conservadurismo populista que 18 años después llevaría al triunfo a Donald Trump, sacudió de tal manera la campaña electoral de las elecciones de 1992 que restó millones de votos al presidente Bush y fue clave en la victoria del joven gobernador de Arkansas.

En la actual campaña electoral para las elecciones de noviembre, ocurre el efecto contrario: quien sale perjudicado es el presidente demócrata y a quien ayuda es al rival republicano. Robert Kennedy, que se presenta como candidato independiente, amenaza con llevarse millones de votos de demócratas e indecisos, descontentos con la gestión de Biden, pero que se niegan a votar a republicano Donald Trump, aunque sepan (o no sean conscientes de ello) que este voto de castigo a Kennedy beneficia al candidato de extrema derecha.

Pero el “rebelde” Kennedy, no fue invitado en el duelo Biden-Trump de esta noche en la sede de CNN en Atlanta (Georgia), un canal de noticias abiertamente progresista y que sabe el daño que podría hacer a Biden, rezagado en las encuestas, de haber invitado al independiente Kennedy, mucho más joven los otros dos rivales.

Paradojas del destino, fue su pariente, John Fitzgerald Kennedy quien salió triunfante del primer debate televisado de la historia.

El sudor de Nixon que llevó a Kennedy a la Casa Blanca

En 1960, el joven Kennedy tenía enfrente a Richard Nixon, candidato republicano y dos veces vicepresidente. 

Su incomprensión del lenguaje del nuevo medio masico de comunicación y su negativa a maquillarse para opacar el brillo del sudor jugó en su contra en el primero de los cuatro debates, que lo mostró como alguien dubitativo y nervioso, frente a la serena actitud del demócrata. 

Nixon aprendió la lección, pero ya era demasiado tarde: el contraste entre los estilos en el primer debata inclinó la balanza del lado del joven apueston demócrata.

No hubo más debates hasta 1976, año en el que, de nuevo, el enfrentamiento entre los dos candidatos resultó decisivo. A un lado, estaba el presidente republicano Gerald Ford, que recibió el ingrato encargo de reconstruir la confianza rota de un país tras la dimisión dos años antes de Nixon, acosado por el escándalo del Watergate.

Enfrente tenía a Jimmy Carter, que supo poner en evidencia a su contrincante cuando le hizo decir que la Unión Soviética no ejercía su dominación sobre las repúblicas de Europa del Este. La metedura de pata le costó caro a Ford entre los votantes de Estados bisagra del Medio Oeste, con un alto porcentaje de polacos y checos.

De verdugo a víctima

Cuatro años después, el verdugo Carter pasó a ser la víctima de su oponente: el viejo (y mediocre) actor Ronald Reagan ofreció una de sus mejores interpretaciones en su cara a cara con el presidente, que se presentaba a la reelección. La telegenia de Reagan fue suficiente para tranquilizar a los votantes, sobre todo mujeres, que dejaron de sospechar de su perfil belicoso. 

El candidato echó mano de truco de la familia para convencer a los espectadores de lo contrario: “He presenciado cuatro guerras a lo largo de mi vida”, dijo.

“Tengo hijos. Tengo un nieto. No quiero presenciar cómo otra generación de jóvenes estadounidenses se desangra en las playas del Pacífico, en los arrozales y las selvas de Asia, o en los sangrientos campos de batalla llenos de fango de Europa”.

Pese a la maldición del sudoroso Nixon, que lo presentó como un aspirante a la Casa Blanca dubitativo y nerviosos, los candidatos siguieron metiendo la pata en los siguientes debates

El chiste del demócrata Walter Mondale en el debate de 1984 sobre la avanzada edad de Reagan, que respondió señalando que lo hacía más sabio, le sirvió para arrasar en las elecciones. La frialdad con la que Michael Dukakis respondió en 1988 a una pregunta sobre la pena de muerte en el caso hipotético de la violación y asesinato de su mujer; George Bush padre mirando el reloj y perdiendo el hilo en 1992 o los sonoros suspiros de impaciencia de Al Gore, que acabaría perdiendo en 2000 por un puñado de votos contra Bush hijo, son ejemplos de cómo un gesto o una palabra puede perjudicar al que la dice y beneficiar al que replica.

El silencio que hundió a Hillary

De hecho, Hillary Clinton perdió en gran parte las elecciones de 2020, cuando se quedó callada y no se defendió con firmeza, cuando en el debate contra Donald Trump este dijo que la exprimera dama y exsecretaria de Estado “debería de estar en la cárcel”.

Hace cuatro años, Biden aprendió la lección en su primer debate televisado en las elecciones de 2020 contra el presidente Trump, y replicó a la catarata de insultos con firmeza, pero sin perder los nervios, un combate oral que fue decisivo para la victoria del demócrata.

Queda por ver si quien ha aprendido la lección es Trump y si Biden sigue conservando la habilidad para rebatir los bulos e insultos del republicano. Está en juego las elecciones más decisivas no solo para los estadounidenses, sino para todo el mundo.

About Author

admin